Capítulo Tercero
El circo Europa establece sus reales en Salobreña en la primera quincena de Diciembre, justo cuando los niños se
encuentran de vacaciones y la voluntad de los padres es más permeable a dar un pellizco a la paga extra de Navidad.
El circo y yo entramos en el pueblo, a la par. La comitiva la encabeza un viejo volvo que tiene instalado en
el techo un altavoz con el que anuncia a bombo y platillo el majestuoso evento. El hombre grueso que lo conduce se limita a posar con desgana su mano derecha sobre el volante, en tanto que con la izquierda sostiene un cigarro puro al que, a intervalos regulares,
le da fuertes chupones. Ralentizan la marcha por las calle exhibiendo en el interior de jaulas cercadas por barrotes de hierro a un tigre de bengala y a un león africano, próximos a la jubilación, que impasibles a los gritos de los chavales
bostezan con indiferencia.
Desciendo despacio las escaleras del autobús y cojo sin esfuerzo la maleta medio vacía que llevo. Miro el río de gente que camina detrás de los coches y camiones tuneados de los
saltimbanquis y me doy cuenta que no tengo otra opción que esperar un buen rato a que todo esto pase, o incorporarme a la marea humana que tengo al frente. Opto por lo último.
Camino paralelo a un autobús adaptado
para caravana, que en los laterales lleva dibujada una gran cara de payaso. Ando despacio, adaptándome al ritmo impuesto por las gentes del espectáculo. La maleta que llevo en la mano sube y baja a cada paso que da mi tullida y maltrecha pierna
izquierda, acentuando de esta manera más el bamboleo del cuerpo. Una señora que lleva un niño de la mano se para a preguntarme.
-Señor ¿Me podría decir dónde van a instalar el circo?
Me limito a hacer una mueca de indiferencia con la cara y encojo los hombros.
El niño, sorprendido, deja volar la curiosidad y pregunta a su madre.
-Mamá, ¿este señor
es el payaso?
Su progenitora, que de inmediato se percata de la metedura de pata de su vástago, lo coge de la mano y desaparece como por arte de ensalmo. No puedo evitar el pensar, con desazón, que quizás mi lugar
en este mundo esté en mitad de la pista de arena de un circo haciendo reír a los chicos con mis pasos torcidos y mi cara maltrecha.
Me viene a la mente Fany. Ya saben, mi prometida.
Un día llegó a mi casa con cara de póker y lo primero que me dijo cuando le abrí la puerta es que yo tenía que ir a que me hicieran una operación de cirugía estética.
Me enfadé mucho.
-¿En la polla? –Le pregunté con cara de perdedor.
Pasó al interior, se sentó en el sofá y se puso a ojear un periódico atrasado, haciendo
ver que lo leía. Su silencio comenzó a mortificarme, y pensé que sería parte de la estratagema que emplearía para dar puntillazo a nuestra relación. Me dio un poco de pena, aunque trataba de disimular los nervios podían
con ella. Decidí ayudarla.
-Mira, nena, han pasado sólo tres meses desde aquello….Deja que me reponga un poco…Después ya veremos.
-Eres un mal hablado ¿Sabes?
-Tienes razón.
-No eres nada detallista.
-¿Lo dices por lo de tu último cumpleaños?
-Y para colmo ahora has comenzado a beber.
-Una
copa de vez en cuando.
-¡Si, al menos, no fueras tan soberbio!
-Es lo único que me queda.
-¡Somos tan distintos!
-¿Ahora te das cuenta, Fany?
-A este paso no sé dónde acabará lo nuestro, quizás deberíamos de replantearnos esta relación.
-Vamos, querida, no lo jodamos con una puta discusión de mierda que nos va a
hacer daño a los dos. Quedemos como amigos.
-¿Estás cortando conmigo? –Me preguntó.
-Ya lo ves, algún día tenía que ser. –Le dije.
Respiró, aliviada.
-Si tú lo quieres así.
Sabía que había comenzado a salir con un médico estomatólogo. Opté por hacerme el ignorante y callar
para no ofenderla.
Es cierto que a raíz del atentado mi carácter se había agriado un tanto y me había vuelto algo taciturno, introvertido. Yo creía que recuperar al Pablo Crespo de antes sólo
era cuestión de tiempo. Pero Fany no opinaba de la misma manera. No le reprocho que no quisiera hacer el recorrido de ese Vía Crucis conmigo. La vida le ofrecía una oportunidad estupenda de seguridad y bienestar, en forma de médico
estomatólogo, y debía aprovecharla. Además, como dije antes, los dos somos bien distintos. Quizás lo que, hasta ahora, haya hecho que nos mantengamos juntos haya sido el sexo. Pero una relación seria no puede vivir sólo
de eso. ¿O si?
Teníamos que, inevitablemente, despedirnos para siempre. La cuestión no se presumía fácil.
-Ven a mi lado, amor.
Fany me sonrió,
sabía lo que yo quería. Le pregunté si podíamos despedirnos como dos buenos amigos. No le di tiempo a que me respondiese. La besé.
-Eres incorregible. -Me dijo, a la vez que esbozaba una media sonrisa.
Nuestra relación acabó de una manera muy civilizada.
La comitiva del circo me lleva hasta la misma puerta de la pensión dónde voy a pedir alojamiento.
La
señora Juana se encuentra afanada con los pormenores de la comida del mediodía cuando Amalia, la criada, le comunica que un señor con pintas de gánster pregunta por ella. Aparta a un lado la zanahoria, que corta a rodajas, e introduce
el cuchillo que empuña, de manera instintiva, en el interior de la faltriquera de la bata.
-Pues que trae en la manos ese hombre ¿Acaso una metralleta?
-No señora, sólo una maleta, pero
si ve usted la cicatriz que tiene en la cara, parece producida por el filo de un cuchillo desdentado.
-Está bien, si trae una maleta lo más seguro es que venga a pedir habitación, con decirle que todo está
ocupado asunto arreglado.
-Sí, señora Juana, es lo mejor que puede hacer, decirle que estamos al completo. De todas maneras yo me quedaré en el pasillo simulando que limpio, por si me necesita.
-Está
bien, Amalia, haz lo que gustes, pero yo sé defenderme bien de los hombres, no te olvides que antes de ser la dueña de este hostal deambulé por todo el mundo diez años de cupletista en la compañía del teatro chino
de Manolita Che. Y en ese trabajo sales debajo del brazo con el título de domador de fieras.
Doña Juana intenta aparentar delante de la criada una confianza en sí misma que no tiene, de modo que en su fuero interno
agradece el ofrecimiento. Sin más preámbulos se dirige al hall de la entrada. Queda desconcertada, esperaba encontrarse a un hombre mal encarado y en su mente ya tenía la idea preconcebida de decirle que todo estaba completo, sin embargo
la persona que la saluda parece educada, se la ve aseada y, por más, su mirada es limpia y serena. Es cierto que la cicatriz de la cara le da en qué pensar, pero ¿por qué sacar conclusiones precipitadas de que sea producto de un
disparo, como ha hecho la criada?
Le pregunta a Crespo si le interesa pensión completa, y la respuesta es positiva. Le agrada lo que escucha. Aunque es dueña de un hostal y, por tanto, alquila habitaciones a personas que las
quieren para unos días, lo que a ella verdaderamente le satisface es la clientela fija y estable. Gusta de cocinar para sus huéspedes, de hablar con ellos durante las comidas de los temas más diversos, de preocuparse por sus problemas
y alegrarse con sus dichas, de cuidarlos cuando enferman, de festejar sus bodas, sus cumpleaños, o de enterrarlos si alguno muere. Los identifica como la familia que nunca tuvo, y en ellos vuelca su cariño, al igual que hace una madre con sus
hijos.
De las diez habitaciones disponibles en el Cielito Lindo, seis están ocupadas con huéspedes fijos. Si a eso se suman las que usan ella y Amalia, restan dos para alquilar. Doña Juana da complacida
su conformidad al inspector para que ocupe una de las vacantes.
Amalia acompaña al inspector Crespo a la habitación y se la muestra de corrido. Al contrario que la patrona ella no se fía ni un pelo del recién
llegado. Su cojera y, sobre todo, la herida de la cara la tienen intrigada. Le muestra el armario, el baño, y le informa de manera apresurada la hora a la que se sirve la comida. Él le da las gracias y al dirigirse a ella lo hace por el nombre
común de señorita.
La criada se retira sin añadir otra palabra a las pronunciadas. Es su mente la que le responde en silencio: A mí no me engañas truhan, debajo de esa fachada de
educación seguro que escondes tu verdadera personalidad, la de un psicópata que va de pueblo en pueblo asesinando y violando mujeres.
De todos modos le agrada sobremanera que el tipo raro la llame señorita,
¡hace tanto tiempo que nadie le habla de esa forma! Contempla como sus cuarenta años le han pasado en un suspiro, sin pena ni gloria, y ahora que ha llegado al culmen de la vida, las posibilidades de encontrar un buen marido disminuyen en consideración.
Se lamenta de que el nuevo huésped tenga todas las papeletas de asesino en serie, de lo contrario sería un buen candidato para esposo. Tiene una edad parecida a la suya, y a pesar de la cicatriz de la cara y la cojera su cuerpo desprende un cierto
sexapil.
-¿Es posible que una mujer decente como yo pueda llegar a enamorarse de un delincuente? –Se pregunta.
-Si hace bien el amor ¿por qué no? –Se responde.
A pesar de ser pensamientos íntimos, de los que ninguna otra persona es partícipe, se sorprende de su atrevimiento. Al igual que un ramillete de amapolas en mitad de un trigal verde, un rubor involuntario se expande por sus mejillas.
Doña Juana, que está en la cocina al lado de los fogones sudando a chorros, al verla llegar tan sofocada cree que el calor del mediodía es el culpable del acaloramiento de la empleada.
-¿Le has indicado a don
Pablo a qué hora se sirve la mesa?
-¿A quién dice usted, doña Juana?
-Al nuevo huésped, que pareces tonta.
-Ah, sí, le he dicho que a las dos en punto.
-Está bien, pues ponte manos a la obra que sólo nos queda una hora para prepararlo todo.
-Doña Juana ¿qué vamos a poner de comer hoy?
-Alubias con chorizo, y de segundo pescado.
¿Qué quiere que haga?
-De momento pon los manteles y vete aderezando la mesa con los cubiertos y vajillas.
¿Y después?
-¡Hay, mi niña! Por lo pronto
haz lo que te dicho, después ya te diré…..
En esas preocupaciones están patrona y empleada cuando, de improviso, se deja escuchar en la calle un gran griterío. En realidad, más que gritos son alaridos
de desesperación. La primera cosa que le viene a la mente a Doña Juana es que un coche bien podía haber atropellado a un niño y los familiares, desesperados por la tragedia, son los que lanzan al aire esos desgarradores gritos de
dolor. Don Federico, un maestro de escuela jubilado que también se hospeda en el Cielito Lindo, entra en ese momento en el hostal a trompicones, hecho un manojo de nervios, sacando de la incertidumbre a la propietaria y al resto de huéspedes
que han ido saliendo de sus cuartos alarmados por la algarada, incluido el inspector Crespo.
-Atranquen las puertas a cal y canto, en la calle anda suelto el tigre del circo.
No hace falta que nadie cierre la puerta
del hostal, el mismo Don Federico se encarga de ello, a la vez que pronuncia la súplica de hacerlo.
-¡Dios mío, qué desgracia va a provocar la fiera entre los alumnos del colegio que en estos momentos están
saliendo de sus clases!
El inspector Crespo al escuchar las palabras del viejo profesor regresa apresurado a la habitación. Todos los presentes creen que la reacción del nuevo huésped ha sido causada por el miedo
a la fiera, y que quizás ellos deberían hacer otro tanto, buscando su propia seguridad en el abrigo de sus habitaciones. Por eso la sorpresa es mayúscula cuando le ven reaparecer portando una pistola en la mano. Sin pararse a hablar con
nadie abre la puerta y se dirige a la calle.
-¡Hay, doña Juana, lo que le dije va a resultar ser cierto, este hombre es un gánster! ¿Quiénes si no llevan pistolas en este país, aparte de la policía?
-Sí, hija, este no tiene pintas de policía. -Es la respuesta de la dueña del Cielito Lindo.
Crespo no tiene necesidad de preguntar por las escuelas, al bajar del autobús que le trasladó
hasta Salobreña observó que se encontraban ubicadas frente a la misma parada.
La fortuna se alía con él, no tiene que andar mucho para encontrarse con el tigre. Lo halla a unos doscientos metros del colegio,
a la puerta de una carnicería, olisqueando el suelo. Dentro del establecimiento se encuentran el propietario, y una madre con dos niños. Los cuatro se agrupan de manera instintiva, abrazándose.
El animal fija
su mirada en la pieza de carne de ternera engarzada en un pincho de hierro que cuelga del techo. Al parecer los humanos no son en absoluto de su interés. Sin embargo Crespo desconoce este detalle, él sólo ve a una fiera salvaje a punto
de entrar en un local donde se encuentran cuatro personas indefensas. Avanza, serpenteando entre los vehículos aparcados al lado de la acera de la carnicería, hasta situarse a escasos seis metros del tigre. Con tranquilidad pasmosa apunta a la
cabeza del felino y dispara. La fiera se desploma fulminada por el proyectil de acero blindado proveniente de la pistola del Inspector.
El maestro de escuela, Don Federico, al llegar al hostal y dar la noticia de la fuga del tigre,
lo primero que hace es encerrarse en su habitación a cal y canto. Su cuerpo, habitualmente frío de por si, se transforma en un témpano de nieve, rígido, en el que la única parte que se mueve y traquetea a más no poder
es su dentadura postiza.
La noticia de la muerte de la fiera llega a sus oídos a través del balcón de la habitación. Desde la atalaya segura de su dormitorio se dedica a observar todo lo que ocurre en la calle,
y así es como se percata del cambio en la expresión de los rostros de las personas que, momentos antes, corrían y gritaban desaforadas. Los gritos confusos de terror se han transformado en voces de alegría. Supone que algo favorable
pasa, lo que le anima a entreabrir un poco la hoja del balcón y acabar, finalmente, enterándose de la buena nueva. Sólo entonces decide salir a la calle, deteniéndose un momento en el hall de entrada del hostal para poner a Doña
Juana y demás huéspedes al cabo de sus intenciones.
-¿Dónde va usted, hombre de Dios, no se da cuenta de que esa fiera que anda suelta puede matarle?
-Lo sé, querida patrona,
soy plenamente consciente de ello, pero lo que usted y mis compañeros de hospedaje deben de entender es que yo no puedo permanecer por más tiempo indiferente a esta cuestión, sabiendo que mis alumnos se encuentran indefensos por esas calles
y pueden servir de merienda a un gato de doscientos kilos.
Un pasillo humano se abre a su paso, en tanto que un OOh de admiración sale de las gargantas de cuantos le escuchan.
-¡Don Federico,
es usted un valiente! –Le dice un joven pescadero a quien el miedo le ha aflojado el vientre.
-¡Dios le bendiga! Exclama Amalia, la criada.
–Tenga mucho cuidado. -Le previene la patrona.
-Gracias a todos, pero no puedo perder más tiempo en esta conversación, preciso salir a la calle para comprobar personalmente lo que ocurre y si, por casualidad, me encuentro con ese gato carnívoro yo les prometo que le remato con mis
propias manos, así me vaya la vida en ello.
Todos quedan admirados con la valiente actitud del profesor, la primera la propia doña Juana, que ya desde ese mismo instante nota como su corazón late al ritmo que
le marca el amor, algo que no había vuelto a sentir desde el día que conoció a su difunto esposo. De igual modo pasa a considerar que una persona de ese calibre moral y tamaña valentía es merecedora, también, de una
rebaja en el pago del hospedaje.
-¡Amalia, ve a la cocina y trae a don Federico el cuchillo más grande que tengamos! –Ordena.
El viejo profesor sale a la calle en el pleno convencimiento de que el
tigre está bien muerto, no obstante se hace el ignorante de lo que ya todo el mundo sabe y a todos los que encuentra a su paso, especialmente si son padres de algún alumno del colegio les hace, cuchillo en mano, la misma pregunta.
-¿Ha visto usted por casualidad a un tigre de bengala que dicen anda suelto?
-¡Pero don Federico, si ya le han dado muerte! Precisamente frente al colegio.
El maestro, sin perder un minuto de tiempo,
se dirige al lugar que le indican. Al llegar observa a Crespo que habla con una pareja de la guardia civil, a la que está dando explicaciones de lo sucedido. Ni corto, ni perezoso, y como si de un superior de ellos se tratara, les pide que le pongan
al corriente de lo acaecido.
-¿Alguna desgracia que lamentar?
Uno de los guardias, el más joven, natural de Salobreña y que ha sido alumno suyo, le responde.
-No, Don Federico,
todo bien.
-¿Algún alumno herido? Insiste.
-Afortunadamente ninguno, gracias a este compañero, Inspector Jefe de la Policía Nacional.
Don Federico ya sabe que Crespo es
el nuevo huésped del Cielito Lindo, de manera que se presenta en su doble condición de profesor de primaria jubilado y compañero de hospedaje, ofreciéndose para acompañarle de regreso al hostal.
El
viejo profesor antes de marchar se acerca a la fiera que yace en el suelo con el objeto de certificar su defunción, y de manera disimulada embadurna la hoja del cuchillo que porta en la mano en la sangre del animal muerto. Así es como se exhibe
por todo el pueblo al lado de Crespo, produciendo en los que le ven un efecto hipnotizador.
Mientras tanto al Cielito Lindo llega la noticia de la muerte de la fiera y todos los presentes suponen que ha sido el viejo profesor quien
lo ha hecho. Salobreña ya tiene su héroe.
-------------------------------------------------------------------------------------------