Álvaro Delgado, un pintor madrileño que, por su voluntad, se hizo asturiano:
El artista fallecido en Madrid, el pasado día 03-01-2016, a los 92 años de edad, hijo adoptivo de Navia, era una referencia en la figuración expresionista y la renovación del retrato.
El pintor astur-madrileño Álvaro Delgado, nacido en Madrid, descubrió Asturias a mediados de los cincuenta «y me sedujo inmediatamente», reconocía. El occidente asturiano, viviendo y trabajando a caballo entre Valdés y Navia -era hijo adoptivo de ambos municipios-, acogió al instante a este artista que se quedó prendado de sus colores: «Asturias tiene dos colores: el verde y el negro. El verde es una constante y el negro subyace en la arquitectura de pizarra, su cielo de color gris y su interior carbonífero».
Madrileño de ningún sitio:
"Soy madrileño, y ser madrileño es lo más parecido a no haber nacido en ningún sitio, así que este gesto se agradece doblemente en mi caso", comentaba Delgado en su momento, refiriéndose a la concesión de sus honores de asturiano adoptivo. El arraigo creciente que encontró en Asturias le llevó a levantar casa propia en El Espín, Coaña, a trescientos metros de Navia, y a residir allí largas temporadas, que alternó con las transcurridas en el tercer vértice de su triángulo biográfico en La Olmeda de las Fuentes (Madrid). Ninguna de las muchas ciudades en las que el pintor residió temporalmente, como París, o en las que expuso con ocasión de muestras tan relevantes como las Bienales de Venecia, Alejandría o Sao Paulo, le dio tanto como recibió de sus tres enclaves nutricios: Madrid (el más castizo, en el que nació, y el capitalino de los muchos notables a los que retrató); la Asturias cuya historia, paisaje y paisanaje admiró sin reservas y la Castilla rural y decadente donde se reencontró con esencias de la pintura tradicional y los jirones del maltrecho espíritu del noventayocho. Todo ello se mezcló tanto en su carácter como en su pintura, donde convivieron la cultura y la vehemencia, la profundidad y la ironía, el antiacademicismo y el encumbramiento social y profesional, la vitalidad y el arraigo.
El expresionismo como traducción y síntesis de todos esos vectores, a veces tensos entre sí, es el rasgo que define la pintura de Álvaro Delgado; un territorio donde concilió el delicado equilibrio entre la herencia y la innovación que aprendió con Vázquez Díaz, Benjamín Palencia o Pancho Cossío. El Greco y Goya, Solana y Picasso, Cezanne y Bacon. Ahí pudo mantener permanentemente la referencia a la figura y aproximarse en distintos grados --a veces, mucho-- a su disolución; atender a la rotundidad del dibujo tanto como al color o a la materia pictórica; permitirse la expansión de las emociones o los sentimientos propios sin renunciar a un grado mayor o menor de compromiso con lo representado. Los huesos de su obra se mantuvieron siempre sólidos, armados bajo los planos del postcubismo y de la composición clásica, pero la piel visible se basó, cada vez con más virulencia, en la carnalidad de la materia y la vibración, a veces incluso violenta, del color.
Nos conocimos personalmente a través de un común amigo, el periodista Jorge Jardón, y tuve el privilegio de compartir largas tertulias en su estudio en El Espín. Poseo dos de sus obras a las que doy un gran valor, pero muy inferior al valor humano de su autor.
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